El estreno de The Leftovers supuso el regreso a la televisión de uno de los creadores de series más exitosos de los últimos años. A principios de siglo, Damon Lindelof y J.J. Abrams pusieron los cimientos de la ficción televisiva patas arriba con Lost, la sublimación del arte del cliffhanger y del todo vale. Tras su polémico final, Abrams se dedicó a expandir su nombre, ya convertido en marca, apadrinando todo tipo de productos de calidad variable. A Lindelof se le había perdido la pista hasta que HBO se sacó de la manga la adaptación de la novela de Tom Perrotta The Leftovers, una serie que prometía la misma experiencia radical y esotérica de Lost pero con una ambientación y un tono adulto y realista.
Había algo de eso. La primera temporada de The Leftovers parecía empeñada en sorprender al espectador con todo tipo de chocantes giros de guión. Sin un verdadero misterio que ocultar y desvelar (lo sucedido durante el capítulo piloto iba más allá de la comprensión humana), la gracia de aquel primer The Leftovers consistía en dejar al televidente a cuadros con las malsanas ocurrencias de sus personajes. Mientras los jóvenes de la serie se dedicaban a jugarse la vida y la salud con turbios entretenimientos sexuales, los adultos intentaban sobrevivir a lo inaudito embarcándose en extrañas sectas y dedicando sus días a los pasatiempos más chungos que uno pueda imaginarse. El mundo de The Leftovers era una calamidad, y todo provenía de un mismo hecho.
La desaparición repentina del 2% de la humanidad era el leitmotiv, la razón última. Con ese punto de partida, lo que pretendía ser un estudio de cómo el mundo es capaz de enfrentar lo sobrenatural, se convirtió en una colección de traumatizados. Era más adulto que Lost, ¿pero más realista?
Con el paso de los capítulos y las temporadas, los primeros asombros fueron quedándose diluidos y la acción, al principio dispersa entra varios personajes y espacios, se centraba en una misma familia, dudosa en su composición pero definitivamente forjada en el memorable final de la segunda temporada. El intento por resultar realista a la hora de medir las reacciones de la humanidad ante semejante cataclismo contrastaba con la necesidad de la serie de resultar atractiva. Al principio, el principal punto focal fue el choque entre las distintas maneras de asumir la pérdida y la presencia de un poder hasta ahora invisible. Pero a partir de la segunda temporada comenzó a apreciarse un cambio que, en mi opinión, mejoraría la serie de manera rotunda. Ya no se trataba tan solo de enumerar rarezas y comportamientos límite. En esa segunda temporada conocimos Miracle, el pueblo invulnerable del que nadie desapareció, y los entresijos de alguna de las sectas que habían surgido a rebufo del gran cataclismo. Un año después, ya en la tercera temporada, seríamos testigos del miedo y la esperanza de que lo que sucedió volviese a pasar, pero por encima de todo, lo que había cambiado en The Leftovers era la profundidad de su mirada y la decisión de centrarse de manera definitiva en un grupo de personajes y en unas relaciones que nunca resultaron convencionales ni aburridas.
Lo sobrenatural, que comenzó siendo un detonante de alcance global, terminó convirtiéndose en algo cotidiano, una realidad con la que todos debían lidiar, ya fuera ignorando su presencia, asumiéndola como inevitable o intentando controlar su fuerza. De todo eso hubo en los últimos capítulos de The Leftovers, y también malas decisiones, y algún arco argumental francamente irrelevante. Su final nos deja el recuerdo de una serie irregular que supo centrar sus esfuerzos, y también un universo único y brutal lleno de rarezas y hallazgos. The Leftovers nunca fue una serie perfecta, pero sí irrepetible.
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