American Gods narra el encuentro y aventuras de Shadow Moon, un ingenuo ladrón recién salido de la cárcel, y Mr. Wednesday, un misterioso gentleman para el que termina trabajando como guardaespaldas. Sobre las cuatro ruedas del icónico Cadillac Fleetwood recorrerán Estados Unidos reclutando aliados para lo que está por venir. Sobre esta base clásica de road movie construye Neil Gaiman, fuente primaria de esta historia, la epopeya de una guerra entre dioses. De un lado las antiguas divinidades, los dioses de toda la vida representados por Wednesday, y del otro los nuevos ídolos, fenómenos surgidos a rebufo de la modernidad y que el público, sus creyentes, han colocado en lo más alto de sus deseos y pesares.
Esta primera temporada funciona como un largo planteamiento en el que las cartas de la partida no quedan del todo reveladas hasta su mismo final. Aquí estriba, en mi opinión, el principal riesgo de American Gods. Su esperado final no se convierte en acicate para la próxima temporada, no invita al espectador a seguir pegado al televisor, más bien lo contrario. Un raro efecto anticlimático embarga sus últimos minutos. Una vez expuesta toda su realidad, lo que seducía comienza a cansar, e incluso Wednesday, interpretado por el siempre brillante Ian McShane, pierde de repente su atractivo.
American Gods fascina mientras se mantiene ambigua, juguetona. En ese extraño mundo repleto de extraños dioses que ni parecen inmortales ni mucho menos omnipotentes, la guerra que se nos avecina apetece menos que conocer sus orígenes, el trasfondo que la termina desatando. En cualquier caso, hay material suficiente para que la segunda temporada recupere el brío de sus primeros episodios. La conseguida atmósfera onírica que nubla cada episodio y la química existente entre el inspirado elenco invita a ser optimista, por más que parezca que, al igual que le sucede a Shadow Moon la mayoría del tiempo, esta guerra entre divinidades venidas a menos y diosecillos de nuevo cuño nos pille un poco a contrapié.
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